Esta es
la historia de Samuel Villa IX, quién era para el año de 1945 era un ermitaño
anciano que vivía sobre la pendiente de una meseta junto a una alejada playa en
el Golfo de México, se levantaba por la mañana al oír gaviotas, extrañaba como
sonaba una buena melodía. Entonces salía de su casa, se sentaba sobre sus
escaleras y miraba el amanecer, las aguas se agitaban en un arrullo
interminable barriéndose sobre la arena fresca, cerraba los ojos y dejaba que
la brisa marina acariciara su arrugado rostro, entonces se levantaba e iba
hacer las tareas.
Llevaba
muchos años con la misma rutina, aunque no fue así cuando era niño, él vivía en
una ciudad muy cercana a su actual colina, su padre era Samuel Villa III, hijo
de Samuel Villa II, exportador Italiano de especias y telas del mundo entero, cuando
su gran barco Nerea arribaba el
puerto de Veracruz sus productos se volvían una sensación entre comerciantes y
acaudalados. Samuel amaba a sus padres, y a Nerea, el barco. Aunque no tuvo la
suerte de viajar en el sino solo una vez en toda su vida, pues su madre temía
que se volviera un hombre del mar, como su padre, y de grande pasado el tiempo
descuidara a su familia, como su padre. Y de anciano Samuel entendió porque su
padre no abandonaba el mar.
Pero fue
aquella única ocasión en la que Samuel viajó en el Nerea al cumplir los doce
años la que dio origen al inicio de esta historia, aunque era algo que iba
forjándose desde mucho tiempo atrás. Estaban a pocas horas de arribar el puerto,
el viaje había terminado, y de hecho Samuel recuerda aún ese día, era el 14 de
Octubre de 1880, los hombres a su alrededor comenzaban a prepararse para bajar
todo, izaban las velas aprovechando una inclemencia en el tiempo que comenzaba
a formarse a sus espaldas, Samuel llevaba horas escuchando un profundo y
malicioso canto en la lejanía, recargado sobre la borda, las gaviotas se
despedían de él en el cielo y él se despedía del mar.
Parecía
que todo llegaba a su fin hasta que la tormenta se soltó detrás de ellos, entonces
los cantos que estaba escuchando cesaron. Las aguas se comenzaron a perturbar,
quería vivir la última tormenta afuera, pero su cuerpo no estaba preparado,
cuando las aguas comenzaron a azotar al barco permaneció de pie valiente como
todos a su alrededor, hasta que una bestial ola emergió del mar y golpeó el
costado del barco, sus piernas fallaron, resbaló y se deslizó por el suelo
empapado de la cubierta hasta que chocó contra la borda, sus extremidades
superiores la atravesaron y el peso lo tiró por encima de ella.
Entonces el pequeño Samuel, con tantas cosas aún por
vivir, y tanto mundo por descubrir se encontró siendo golpeado por las
tempestuosas olas, gritos y golpes alcanzó a escuchar sobre el barco, pero cada
vez perdía más los sentidos, su vista era consumida por una oscuridad espantosa
debajo de las aguas al tan solo ver el profundo y colosal mar que lo devoraba
sin piedad. Samuel gritaba y lloraba, pero sin duda no era su fin, porque
aunque la tormenta era fuerte, las olas lo mantenían cerca del barco, como si
fueran controladas por alguien que quisiera salvarlo. Entonces escuchó el grito
suplicante de su padre:
— ¡Ayúdalo! ¡Ayúdalo! —.Estaba bien sujeto al bauprés del barco y señalaba, pero
Samuel no entendía a quien le hablaba, y por momentos lo perdía de vista.
Entonces una inmensa ola cubrió su pequeño cuerpo y lo sumergió en la profunda
oscuridad, estaba resignado a ahogarse ahí, ¡Santo cielo! Sonaba tan triste
cuando lo pensaba, pero era lo que estaba por suceder, abrió los ojos y perecía que estaban aún cerrados, y fue
cuando vio una esperanzadora lucecilla al fondo de todo ¿Podría ser el corazón
del mar?
Comenzó a desvanecerse, su cuerpo se soltó, la luz comenzaba a
acercarse, sus ojos se vaciaban de vida, lucía más bien como un resplandor y
soltó el poco oxigeno que resguardaba, y se dio cuenta que era más bien una
silueta, y momentos antes de perder toda la visión aquella figura blancuzca y
centellante del mar cogió rostro y lo miró con unos hipnotizantes ojos verdes
que atravesaron su cuerpo hasta revivir su alma.
Cuando
despertó estaba acostado sobre una cama, cubierto de sábanas blancas, su madre
a su lado, apacible, muchas veces después preguntó qué había sucedido, pero su
madre no tenía respuestas, y su padre esquivó el tema una infinidad de
ocasiones.
Pasado
el tiempo cuando tenía 23 años decidió irse a vivir a la playa, estaba obsesionado
con la pintura, la música y la escritura, necesitaba un tiempo, eso le había
dicho a sus padres, quería meditar en la juventud antes de buscar alguien con
quien casarse, su padre aceptó, lucía como algo propio de gente con excesos,
así que le construyó una pequeña casa en la pendiente de una meseta, su meseta.
Estuvo prácticamente sin hacer nada viajando a la ciudad cada fin de semana
durante nueve meses, hasta una noche en la que una tormenta pasaba por la playa,
tendría que quedarse en casa, aquella madrugada mientras el cielo rugía furioso
escuchó algo que solo había oído una tarde cuando tenía doce años, un seductor
canto, un precioso sonido en medio de la fiereza de la naturaleza.
A la
mañana siguiente al salir el sol tuvo que remover una palmera que débil había
caído sobre una parte del techo de la casa, cuando acabó, se dio cuenta que ya
no había agua y que tenía hambre, así que caminó hacia una caverna donde
brotaba agua dulce, llenó el cántaro y revisó las redes de pesca en unas pozas
pequeñas, sacó dos peces y volvió sobre sus pasos, entonces escuchó un
chillido, un gemido, entre las rocas, y una mujer que pedía su auxilio, estaba
recostada sobre una piedra húmeda, tenía moretones por todo el cuerpo y estaba
cubierta tan solo por una sábana, pero parecía que estaba viva, ella lo miró a
los ojos, y él notó que eran muy vivaces, y tan verdes:
—Hola. —Murmuró ella.
A Samuel nunca le gustaron las
historia empalagosas, y espero que a ustedes tampoco porque haré un par de
saltos a lo esencial. Samuel llevó a aquella chica a su casa en la colina,
después de vestirla con su propia ropa y darle de comer, ella le contó cómo la
noche anterior durante la tormenta había caído accidentalmente de un barco
viajero en altamar, añadió que casi moría ahogada, que se lastimó muchas veces
cuando entró a la caverna y que pensó que sucumbiría ahí sola, Samuel no
escuchó mucho de aquello, estaba más bien encantando por la belleza de aquella
mujer, su cabello caía en ondas sobre su espalda, más negro que la noche, y sus
ojos, verdes, tan profundos, le recordaban a Samuel sensaciones tan antiguas
como escalofriantes.
Pero la historia de ella tenía tantos
huecos argumentales, el más grande de todos ¿Por qué no lamentaba haberse caído
del barco? Parecía muy feliz, casi contenta de haberse golpeado contra las
rocas. Después de contarle aquello a Samuel el decidió hacer una pregunta, no
sobre su historia llena de disfraces o su origen, él preguntó su nombre. Ella
se congeló, sus labios se entreabrieron titubeantes, desvió la mirada y
respondió nerviosa:
—Me llamo Nerea.
Antes de comentar lo que fuese, antes de unir puntos que quizá no existían
decidió quedarse callado, y ella, se negó a preguntar, se negó a asumir si él
sabía algo o recordaba lo que fuera, y se quedó callada. Y fueron loquísimos
los siguientes tres meses, en donde él se negó a ir a la ciudad, prefería
permanecer con Nerea, que descubría su engaño sin hacerlo y permanecía ahí sin
irse, sin buscar el barco del que había caído, sin intentar pedir ayuda a
alguien más, y persistía cantando.
Por la tarde cuando la marea era
más fuerte pero más dócil Nerea se sentaba sobre una pequeña roca sobre la
playa, soltaba su melena negra y comenzaba a cantar, sin más, como una lunática
en medio de la nada, mientras la brisa llevaba su voz por el océano y Samuel
embelesado se dejaba encantar por el canto de la sirena, el más magnífico que
nunca había oído, y se preguntaba, quién era el para contemplar aquello.
Los días fueron preciosos mientras
aquello duró, el año que Samuel había prometido a sus padres se agotaba, pero
sabía bien con quién quería pasar su vida cuando volviera a la ciudad, así que
una tarde después de la música se lo planteó a Nerea, pero ella entonces
pareció tan insensible, tan dura, y no supo cómo reaccionar.
—No sé si deba Samuel, ya
lo he…—titubea. —intentado tantas veces, no funcionó, no funciona, no tomé una
decisión, a la primera, o no, no creo que funcione está vez, no sé si funcione
nunca, quizá debí escoger la primera vez. —Parecía tan cansada en ese momento,
sus ojos verdes perdían vitalidad, y ella comenzaba a alejarse.
— ¡Nerea! —suplicó Samuel.
Las ideas se le acababan, había llegado tan misteriosamente que, temía que se
fuera de la misma forma— ¡Nerea! Te necesito, no podría, no puedo, vivir sin
ti, vivir sin tu voz, o sin tus ojos Nerea, siento que me has salvado la vida,
siento que has sido parte de mí siempre, necesito que me expliques, necesito
que me des respuestas antes de irte ¡Nerea!
Pero la mujer lo ignoró. Abrió la
puerta de la casa y salió corriendo hacia el mar, no tenía sentido que Samuel
intentara ir por ella, era implacable como el mar, fuerte y también peligrosa. Aquella
tarde un tifón tan fuerte como el que tiró a Samuel al mar azotó aquella
región, no le importó, salió en su busca, el mar era una bravía, los cánticos
hechizados se escuchaban en la lejanía, pero Nerea no estaba por ningún lado, y
cuando la mañana llegó al desaparecer la tormenta, ella también lo había hecho.
Samuel lamentó su perdida tantas
noches, hasta que un día finalmente, dentro de una pequeña ostra debajo de la
cama él encontró algo, había anhelado tantas veces una respuesta, una conexión
con su padre, con su barco, una conexión con aquella fecha cuando había caído
al mar, y lo único que encontró dentro de aquella ostra fueron dos rollos de
papel, uno nuevo, blanco, tomado de uno de sus libros, el otro era tan viejo
que estaba desmoronándose. Desenrolló el primero, y lo único que encontró fue
una breve frase escrita con tinta azul:
Fui yo.
Siempre lo he sido. Con todos ustedes.
Tantas cosas pasaron por
su mente entonces ¿Quién había sido? ¿Siempre? Entonces presuroso desenrolló el
viejo rollo de papel, era un dibujo a lápiz, una mujer sobre una roca, el
cabello estaba bocetado mucho más oscuro que el resto del cuerpo, y los ojos
estaban sublimemente pintados con algún tinte verde, una letra borrosa
escribía: Nerea. Hubiera sido todo
para Samuel un simple dibujo de Nerea que ella le había dejado para que la
recordara, pero al girar el papel miró quien lo firmaba: Samuel Villa I, 1776.
Con el
tiempo Samuel descubrió que las historias de los marineros sobre sirenas y
bestias marinas que su abuelo contaba de su padre; Samuel Villa I, no eran del
todo falsas, quizá aquellas míticas sirenas no encantaban hombres en medio del
mar, quizá llevaban aquel encantamiento mucho más lejos, a sus hijos, pero
Samuel nunca tuvo hijos. Estaba decidido a terminar con aquella maldición, al
final de sus días, y así lo hizo.
Cuando
sintió finalmente el ocaso de su alma, con muchos años encima, se sentó sobre
la arena, en su mano derecha apretaba con fuerza aquel vetusto dibujo de Nerea,
ya no habría a quien ella pudiera importunar con su magia, no hubo un Samuel
Villa X, él en parte lo sentía, porque
ahí una vieja historia llegaría a su fin, y también un conjuro del mar. Aquel
artificio que había comenzado con su joven bisabuelo navegando un barco robado
en las costas italianas, aquella maldición que comenzó cuando en medio de la
marea escuchó un inigualable cántico, y sin pensarlo lo siguió, y descubrió a
una mujer posada sobre una roca, y se perdió en su mirada, y a saber que
ocurrió después, y porque ella, como con su abuelo, y quizá su padre decidió no
permanecer.
Y
mientras recostaba su cansado rostro sobre la arena, y comenzaba a ahogarse en
la oscuridad, la marea tocó sus brazos, y cuando emprendía la salida de este
mundo, como aquella ocasión debajo del agua, vio una silueta acercándose por la
playa, y antes de finalmente cerrar los ojos para siempre miró otra vez esas
pupilas esmeraldas, y ella dijo:
—Pensé lo suficiente, te escojo ahora, volvamos al mar. Mi
amor. —Y Nerea lloró sobre la marea.
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